Transcribo un pasaje del capítulo final, "Sueño de Pío Cid", del libro La Conquista del Reino de Maya, de Ángel Ganivet (1897). Ganivet es, supongo, de la Generación del 98, pero más que nada por su muerte en ese año, y por su ambivalente y extremado regeneracionismo. Extremado lo era, el hombre, si suicidó antes de terminar el año de su generación y sin tiempo de catar el siglo XX, que a buen seguro no le hubiera hecho cambiar mucho de ideas. Su protagonista, Pío Cid, "el último conquistador español", civiliza a modo de figura semidivina el reino de Maya, allá por Ruanda o Zaire, ignorante entonces de los europeos y de otras naciones. No les predica el cristianismo ni les planta la bandera de España, sino que hace trabajos más preliminares, experimentos de ingeniería social tales como cambiar los derechos de herencia y propiedad, las leyes de familia y raciales, introducir el dinero, el funcionariado, el regadío, las artes plásticas, la tauromaquia, modificar la vestimenta y la sociabilidad, el alumbrado, etc.—de modo a veces harto caprichoso; el libro es todo un tratado fantasioso de ingeniería social a manos de un caprichoso ilustrado. Vuelve a España de su fantástico reino pobre como salió, y en un epílogo o sueño dialoga sobre su obra civilizadora con el que parece ser el fantasma de Hernán Cortés, otro ingeniero social más hispanófilo que este Pío, y más de armas tomar, pero también gran idealista, al menos en la versión de Ganivet...
En fin, transcribo aquí unos pasajes sólo para que se vea cómo se las gastaban nuestros clásicos, nuestros regeneradores del 98, que en cierto sentido siguen siendo nuestros referentes tras su larga influencia en el siglo XX. Se agarren...
(...)
—Hay, sin embargo, un punto en el cual mi conciencia no me absuelve: el de los sacrificios. Cuando veo el respeto casi supersticioso que en Europa se tiene a la vida de los hombres, las prolijas formalidades que están en uso para imponer la última pena, me horrorizo recordando la serenidad, por no decir la frescura, con que yo les separé la cabeza de los troncos a las ciento cincuenta y cinco nueras de la reina Mpizi, junto a la gruta de Bau-Mau.
—No comprendo ese horror; antes estoy convencido de que el progresivo envilecimiento de las naciones cultas proviene de su ridículo respeto a la vida. El principio jurídico fundamental no debe ser el derecho a la vida, sino el derecho al ideal, aun a expensas de la vida. Yo repruebo resueltamente el sacrificio de vidas humanas si los móviles del sacrificio son el engrandecimiento pasajero de este o aquel país, las disputas sobre propiedad, jurisdicción, supremacía y demás mezquindades en que los hombres se interesan. Tal es también tu sentimiento, puesto que habiendo asistido impávido a mil degollaciones en Maya, estuviste a dos dedos de perder el juicio sólo de oír a los accas el relato de una decapitación y un festín, en los que no tenías ni arte ni parte. [Cuando los antropófagos devoran a un misionero británico]. Pero el noble sacrificio de las mujeres de Mujanda en aras de su fidelidad conyugal o la muerte en las corridas de búfalos, tan bella, tan artística, parécenme que, lejos de degradar al hombre, le ennoblecen mucho más que su desmesurado apego a la vida y su cobarde aspiración a terminarla en un lecho, agarrado hasta el fin a los jirones de carne que le emponzoñan el espíritu con su fétida emanación. Amable es la vida; pero ¿cuánto más amable no es el ideal a que podemos elevarnos sacrificándola? De igual suerte, con ser la Biblia libro de tantos quilates, yo no vacilaría en destruir el único ejemplar que xistiese en el mundo si había de servirme para prender fuego a tantas ciudades degradadas del presente o del porvenir. Yo amo a los hombres; si me dieran el mando de grandes ejércitos para emprender nuevas conquistas y para triunfar en nuevos combates, lo rechazaría, porque creo que ha llegado la hora de que cese la eterna disputa, el viejo afán del efímero poder; pero no vacilaría en ponerme al frente de hordas amarillas o negras que por Oriente o por Mediodía, como invasores sin entrañas y proféticos verdugos, cayeran sobre los pueblos civilizados y los destruyeran en grandes masas, para ver cómo entre los vapores de tanta sangre vertida, brotaban las nuevas flores del ideal humano. En el paso de la barbarie a la civilización se encuentran siempre las mayores crueldades de nuestras historias como para indicar que esa eflorescencia de los ideales exige un riego abundantísimo de sangre de hombres. Y lo que hoy llamamos civilización, bien pudiera ser la barbarie precursora de otra civilización más perfecta, así como en Maya la aparente civilización de hoy es sólo el anuncio de un esplendoroso porvenir, al que la nación camina con paso firme bajo la dura mano de tu hijo Josimiré.
Es curioso cómo aquí la decadencia se critica y se ejerce egregiamente, por la vía de desear la destrucción de Occidente, ese occidente que cada vez deriva más hacia el poniente; pero idealistas como Ganivet o Pío Cid parecen querer revitalizarlo al estilo de Espronceda (en el Canto del Cosaco) por vía de la exterminación e invasión de hordas bárbaras que vienen a por el espléndido botín. En ello estamos, aunque, como decía Brassens, de mort lente. ("Mourons pour des idées, d'accord, / Mais de mort lente / D'accord, mais de mort le-e- e- e- en - en - te...."). De todos modos puestos a puntualizar algo le diría yo a Pío que en el paso de la barbarie a la civilización se encuentran las mayores crueldades registradas o de las que queda constancia, pero que es posible que sean chiquitas al lado de las que quedan sin registrar y sin constancia por parte de monje alguno en el paso de la civilización a la barbarie.
Y, lo que digo, ojo con pasarse de dosis con el regeneracionismo. Que un poco gusta, pero mucho agobia.
Ganivet, el primer hipster avant la lettre, no se quedó para ver la caída en la barbarie de la Tierra del Atardecer. Nos dicen en el prólogo-epitafio, creo que es Federico Sáinz de Robles,
Cuando en un barco, sobre el golfo de Riga, Angel Ganivet esperaba la llegada de su esposa, cayó al agua... y las aguas frías y violadas del Dwina guardarán eternamente este secreto: ¿cuál fue su último gesto?

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