Tres sueños: Solo ante el Juicio, Los carteles, El alojamiento rural
Solo ante el Juicio
En un hospital,
creo, mientras mi padre y mi hijo mayor dormitaban, yo miro la tele.
Están echando un reality show experimental, centrado en los efectos
indirectos que las situaciones extremas tienen sobre la gente. En esta
ocasion, entrevistan a unos cantautores gallegos, que viven en Madrid, y
han traído parte de su música para el programa. Comentan sus peinados
(pelo gallego cortado en plan moderno), tocan un poco la guitarra. Luego
les pasan un videoclip sobre la situación extrema de su pueblo (o quizá
la extraen directamente de una caja, en el estudio). Yo lo veo por la
tele. Es un monstruo -- un humano, con familia, que lo muestran al show.
Tiene algo de enfermo terminal, algo de contorsionista de circo, mucho
de anoréxico o de judío de Auschwitz. Piel estropeada, fláccida en los
huesos, la cabeza vuelta atrás de modo imposible, y estrecha como un
cilindro, la mirada nublada, más de cosa que de persona. Se mueve, se
desplaza sobre la mesa, a pesar de tener los miembros descoyuntados o
retorcidos en posiciones forzadas como si fueran los miembros de un
animal, puede moverse con dificultad, rodando, a cuatro patas con el
pecho vuelto hacia arriba y la cabeza erguida, adoptando posturas y
torceduras que ningún humano ni animal ha utilizado nunca para moverse.
Las cámaras lo filman de modo que lo hacen aparecer de manera
ambivalente a la vez resaltando las dificultades de sus movimientos e
imprimiéndoles cierta gracia. Miro con alivio que Álvaro está dormido y
no puede ver el espanto que aparece en la pantalla, porque realmente
están mostrando uno de los límites del horror que pueda tener la
existencia humana. (Luego comento lo que han echado y me pide una
descripción, pero prefiero no decirle mucho). Uno de los cantantes
gallegos vivía en el pueblo del monstruo. Cuenta que decidió dejar su
pueblo por no tenerlo cerca, sentía que sólo su existencia cerca le
envenenaba la vida, y le impedía llevarla al nivel de posibilidades que
él deseaba -- era como un lastre espiritual. Máxime porque en el pueblo
él también cantaba, en fiestas y demás, y el monstruo no dejaba de estar
en primera fila, dando palmas, parecía revivir con eso. Ahora el
cantante se enfrentaba a él en el programa de televisión como quien
purga un pecado, como esas parejas de telebasura que se dedican a reñir
en directo, o a reconciliarse en directo. Era por dinero, creo, y
también por explorar las ambigüedades de la experiencia. Había
reconstruido su vida, no había vuelto al pueblo nunca más, pero se había
sentido impelido a venir al programa, y a ver una vez más al monstruo
en la pantalla del estudio (no lo miraba mucho, sin embargo), como
manera de reconocer que nunca se había quitado ese peso de encima. El
programa estudiaría otros casos, otras vidas tocadas de refilón por las
experiencias límite. En cualquier caso, pronto el monstruoso enfermo
volvía a su caja, sus cuidadores se lo llevaban en una camilla, ya
esperaba una ambulancia fuera del estudio, el programa terminaba.
Pero yo no sólo tenía que narrar el programa, pronto me veía
transformado en médico o ginecólogo, que tenía que tomar una decisión de
vida o muerte sobre este mismo monstruo, que acababa de nacer, o estaba
en peligro. No sé cómo era yo el responsable repentinamente de que
tuviese que vivir o morir -- tenía que decidir por otras personas que
iban a tener que vivir con él, de hecho por toda la raza humana, o por
mí mismo -- porque la característica más terrible del monstruo (todos
los horrores de su presencia no eran sino una metáfora de esto) era la
manera en que empobrecía y degradaba la vida que transcurría a su
alrededor, cómo la naturaleza misma de la existencia cambiaba por el
hecho de tener que existir en presencia suya. Y me encontraba con que no
podía tomar yo esa decisión de vida o muerte, era angustioso porque
pensaba en el Juicio Final, y en lo desautorizados que estamos para
juzgar, y en la responsabilidad por la vida y el sufrimiento de los
demás, y no tenía bases para juzgar, no podía hacer nada, estaba
angustiado por no encontrar la solución, pero necesitaba una, estaba en
el quirófano, una figura de autoridad, había que decidir ya. Y entonces
encontraba si no una solución, un refugio: me refugiaría en la Duda. La
Duda sería un espacio hueco, oscuro, que me acogería, yo podría
acurrucarme en él, y estaría allí a salvo de todas las decisiones que
tuviera que tomar, en especial esta terrible decisión sobre el monstruo
(¿tendría alma?).
Y entonces me despertaba, o me he despertado,
y he visto que en efecto estaba acurrucado en la oscuridad, y que
realmente me atormentaba ese sueño, y que tampoco despierto tenía
elementos de juicio ni bases para una decisión. Pero que la tenía que
tomar. Estaba flotando en el vacío, no veía nada, no tocaba a nadie --
¿quizá podía extender el brazo, y cerciorarme de que estaba en algún
sitio en concreto, y cerca de alguien, en lugar de en una oscuridad
abstracta, sólo una mente ante una decisión? Pero estaba prohibido
hacerlo, era eludir el problema, era hacer trampa, había que seguir allí
hasta que tomase una decisión, adoptase una solución, la Duda sólo daba
un refugio imperfecto. Pero ahí me he encontrado, solo ante el Juicio, y
sin saber qué hacer, sabiendo que era un problema irresoluble, una
responsabilidad a la vez imaginaria e inmensa, con Dios observando quizá
desde las tinieblas. Hasta que me he levantado, por salir de esa tierra
de nadie de la oscuridad. Ahora ya está aquí expuesta la cuestión: y
sigue aquí en tierra de nadie.
Los carteles
Me movía yo, como un ejecutivo con futuro prometedor, por la ciudad,
con mi maletín a cuestas, observando puntos estratégicos y enviando
información por correo electrónico ("Estimado compañero...", etc. etc.).
El paisaje combinaba elementos de mi barrio hoy, de un laberinto de
accesos y rampas, y de las pistas de esquí donde iba de pequeño en mi
pueblo, cerca del canal de Jarandín. Tenía que cruzar una avenida,
acercarme a una calle donde un cartel electrónico contenía muchos datos
que yo necesitaba almacenar, mi lápiz electrónico wifi no los cogía
desde el otro lado de la calle. Y no sabía si dejar un momento el
maletín en un portal, a la vista, mientras pasaba al otro lado de la
calle apuntando el chisme. En cualquier caso, mi preocupación por el
maletín resultaba justificada, porque tras entrar en una clínica o
facultad de grandes pasillos, buscando el baño, veía que me lo había
dejado en algún sitio. Preguntaba a grupos de enfermeras o conserjes,
sin éxito. Miraba por las calles, pasaba al lado de la iglesia del
barrio, por paredes de ladrillos con carteles viejos pegados. Entre
ellos descubría varios carteles que había pegado yo mismo hacía años, y
me sorprendía que aún siguiesen allí. Scripta manent. Eran carteles
donde yo anunciaba algún tipo de publicación que había hecho , o un
libro, o un método para algo que había desarrollado y que por aquel
entonces quería promocionar, pero que ahora ya no formaba para nada
parte de mis prioridades. Y miraba yo con cierta vergüenza y nostalgia
la retórica exclamativa de esos carteles, que proclamaban que si el
método del doctor García, autoalabanzas y exclamaciones para aquí y para
allá, compre usted esto. Además se veía que eran carteles hechos con
una impresora desfasada, muy de su época, que en tiempos habrían
parecido carteles normales pero hoy se veían autoeditados, y con una
estética que traicionaba que era el propio autor el que se promocionaba.
Todo eso me molestaba, sobre todo el hecho de que (aunque muchos
faltasen) todavía hubiese después de tantos años varios de esos carteles
por ahí pegados, con otros carteles medio arrancados y medio
tapándolos, pero demasiado visibles en conjunto. Máxime cuando descubro,
en una zona al final de la calle, por donde se entraba a alguna oficina
de una sociedad de autores, descubro digo una pintada hecha con una
plantilla troquelada o stencil que decía "Aclaramos que en este
establecimiento NO distribuye ejemplares de ese método ’tan bueno’ del
Dr García" o algo similar. Vaya, eso sí que me sonrojaba, era como un
comentario negativo en un blog, parecía un ataque directo y
personalizado, una burla de mis carteles y de mi antiguo método (que ya
de por sí me avergonzaban). Para alivio mío, descubría dos cosas, on
closer inspection: una, que había también otros carteles de protesta
contra algunas políticas de esa sociedad de autores, con lo que la
atención se dispersaba; y dos, que la pintada supuestamente hecha con
plantilla (dios mío, ¿habrían hecho muchas?) en realidad estaba hecha a
mano, imitando la forma de las letras de una plantilla, se notaba. Los
carteles irían desapareciendo con los años (mira que duraban) y poca
gente vería esa pintada indignante.
El alojamiento rural
Por recomendación de mi padre, habíamos ido a acampar con los críos a
un pueblo francés, o pirenaico, a la granja de unos medio parientes
donde quizá estuviese él. Pero no estaba allí alojado, y nos señalaban
un prado elevado rodeado de una pared de piedras, donde podríamos
plantar la tienda. Previo pago de veinte euros. A mí me sorprendía el
precio, porque además no había derecho a cocina ni baño en la casa
vecina, y protestaba un poco, pero los propietarios, unas mujeres y
granjeros, la madre y la hija, eran inflexibles, y yo pagaba diciendo
que ya me habían visto para otra vez, y la hija, en vestido de bata y
pantalones debajo, se trabucaba y pedía doscientos mil, veinte mil
euros, yo le daba los veinte aún pensando con alivio que podía haber
sido más. El parentesco no lo acababa yo de ver. Me molestaban además
los animales de la granja, unos perros que ladraban ferozmente y luego
sólo querían caricias, me irritan los perros y su manera de pedir las
cosas; también me molestaba que los niños se habían metido hasta el
fondo de la vivienda rural y estaban viendo la tele, sentados en el
suelo de tarima, o gateando como en su propia casa, como si tuviésemos
tan buena relación con estos aldeanos. Que además ya se iban, estaban
cerrando la casa, vamos, niños, salid de ahí de una vez. Con las prisas
orinaba en unas macetas (el baño no estaba obvio) esperando que no lo
descubriese nadie, luego echaba agua del lavabo para quitar el olor, con
tan mala fortuna que se mojaba toda la pared, pintada de blanco y con
esa pintura azul claro fuerte, que quedaba desvaíada y con las líneas
emborronadas. Y los niños también venían; pasaban las aldeanas con sus
maletas, cerrando la casa, pero bueno, aunque miraban la pared no se
daban cuenta de nada, e iban bajando el equipaje a un coche o tractor
que les esperaba. Mientras, los niños contemplaban a los animales: un
caballo sonriente y un perro, embarcados en una actividad sexual de
consuelo mutuo nunca antes vista (en mi experiencia de las granjas). Yo
pensaba que bueno, así van aprendiendo cosas de la vida; el aldeano
mientras se iba se reía y comentaba algo en la línea de aprender
mirando, pero cuidado con aprender demasiado, y luego con probar... Lo
más extraño de este sueño es que tenía una conexión con el anterior; de
hecho eran el mismo, creo, pero en su estado actual no tienen mucho en
común.
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