(Leyendo El viaje de mi padre, de Julio Llamazares, p. 252-6).
La siguiente señal de que estoy llegando a Morella es la visión de una fortaleza cuyos muros parecen pintados en el cielo de tan altos. Sobre la inalcanzable muela en la que se asienta (comparada con ella, la de Monroyo es una simple roca), el castillo morellano tiene algo de torre de Babel, puesto que de él descienden las murallas que rodean el perímetro del pueblo cerrándolo por completo, tanto que al llegar a él dudo si podré cruzarlo, pues la puerta de acceso no se ve hasta tenerla prácticamente encima. Las murallas son tan fuertes que se entiende que aquí se escondiera el Cid, cuya leyenda sigue vigente en Morella, como demuestra el nombre del hotel al que llego aconsejado por un matrimonio. En realidad me lo aconsejaron para poder aparcar el coche, pues delante del hotel la calle se ensancha un poco, pero yo decido aparcar mis huesos también en una de sus habitaciones. ¿Para qué andar buscando otro hotel si ya he encontrado uno?
—Le doy la llave de la puerta porque por la noche se cierra y no queda nadie aquí—me dice la mujer rumana que atiende la recepción.
—¿Y en el bar?—le digo, por el del hotel.
—Tampoco. Cierra a las nueve también.
Así que soy dueño del hotel El Cid o por lo menos tanto como los demás huéspedes, si es que los hay. Porque por los pasillos apenas se ve a nadie y lo mismo sucede alrededor del hotel. Las calles de Morella, que corren horizontales como si fueran bancales abuertos en la montaña, se comunican unas con otras por escaleras por las que hay que subir para llegar al centro del pueblo, o a lo más alto de éste, si uno quiere ir hasta el castillo. Como una torre de Babel, el pueblo, construido entero con piedra de la región, parece estar tallado en la montaña al igual que la fortaleza que lo alumbró, que desde abajo semeja una gran corona.

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