Este texto de Pierre Teilhard de Chardin, "Los fundamentos y el fondo de la idea de evolución", escrito en 1926, fue publicado por primera vez en los años 50 en su libro La Vision du passé. Es una aportación importante a la filosofía de la ciencia subyacente a la teoría del evolucionismo biológico, o Transformismo, como aquí lo denomina el autor, en el marco de una teoría general de la complejidad y de la ecología de la Biosfera. Como veo que a pesar de su importancia teórica no parece estar accesible en la red, transcribo aquí, con alguna pequeña modificación en la traducción para clarificar el sentido, la versión de Carmen Castro publicada por Taurus en 1958, La visión del pasado (6ª ed. 1966). Me interesa en especial por su relevancia para otras cuestiones de narratología evolucionista que he tratado en otros lugares, en particular la cuestión del anclaje narrativo y la historicidad de las formas complejas así como de los procesos que llevan a ellas—todo ello en el marco presupuesto por la realidad inclusiva del tiempo.
Pierre Teilhard de Chardin
Los fundamentos y el fondo
de la idea de la evolución
Cuanto más se profundiza para uno mismo, y cuanto más se exponen al público las perspectivas del evolucionismo biológico, más sorprenden su simplicidad, su magnitud y su evidencia: más todavía sorprende descubrir la lentitud que muestran sus adversarios para desprenderse de problemas accesorios, o mal planteados, y para considerar exactamente ya sea problemas, ya las respuestas de fondo que importaba ver.
En estas páginas voy a intentar plantear de nuevo lo que pudiera llamase la esencia del Transformismo; a saber, el conjunto de hechos, los puntos de vista, de actitudes, que constituyen los fundamentos y el fondo de la mentalidad evolucionista; y me propongo mostrar que, retrotraído a esta esencia (sea cual fuere el nombre que entonces haya de dársele), el Transformismo se confunde de tal manera con la masa de tendencias y de ideas que caracterizan a la ciencia y a la conciencia modernas, que es preciso ver en él, no sólo una conquista definitiva, sino una forma inevitable del pensar humano, a la que están sometidos, sin duda, los más resueltos fijistas.
A) ESTRUCTURA DEL MUNDO VIVIENTE Y EXIGENCIA EVOLUCIONISTA FUNDAMENTAL
La prueba más general (podría decirse, la prueba única, inagotable) de una evolución de la Materia organizada ha de buscarse en las huellas indiscutibles de estructura que manifiesta, en su análisis, el Mundo viviente considerado como formando un Todo.
Debido a la costumbre muy natural que nos lleva a medir las cosas a la escala de nuestro cuerpo, la idea y la comprensión de organismos pluri o supraindividuales nos son menos familiares que las de los vivientes aislados. Y, sin embargo, la existencia en la Naturaleza de amplios complejos animados se manifiesta a nosotros por fenómenos precisos, tan indiscutibles como los que caracterizan las relaciones de las partes en el interior de cada planta o de cada animal tomado separadamente. Hay una distribución y una interunión naturales de los elementos vivientes del Mundo en el tiempo y en el espacio: he aquí la constatación, cada vez mejor verificada, a la que llegan los naturalistas y los biólogos de todo orden, solicitados por los innumerables caminos de esta vieja ciencia, hoy en plena renovación, que se llama Historia Natural, y también por las demás disciplinas, todavía anónimas, o disimuladas bajo nombres filiales (Geografía botánica, Biogeografía, Química o Sociología de los grupos vivientes...), cuya lenta convergencia prepara el advenimiento de una ciencia de la Biosfera.
Nota: No hace falta decir que por Biosfera no entendemos "un gran animal" destructor de las espontaneidades individuales, sino una asociación natural de individuos en una unidad cualquiera de orden superior, que sólo puede imaginarse por analogía con los que conocemos en materia de unidades naturales. La Biosfera no podrá ser más que una realidad "sui generis", a la que debe elevarse mediante un esfuerzo positivo nuestra mente para concebirla; esfuerzo análogo al que, por ejemplo, en Matemáticas ha hecho admitir (¡y con qué escándalo para le geometría euclidiana!) las magnitudes irracionales y además inconmensurables al lado de los números enteros).
Es claro que no podemos pensar en desarrollar aquí este inmenso testimonio. Pero nos contentamos con recordar sumariamente lo que se ha dicho muchas veces sobre la forma que adquiere gradualmente a nuestros ojos la Vida pasaa. Hoy nadie intenta ya negar que, de arriba abajo de la inmensa historia que se reconstituye, punto por punto, bajo el esfuerzo continuado de la Paleontología, descubrimos lo Orgánico—o, si se prefiere, la Organización de lo Organizado.
Lo Orgánico aparece primero en las relaciones aprehensibles entre el Mundo llamado puramente material y la capa viviente terrestre tomada globalmente. En efecto, por su estructura, y no por una especie de reconstrucción, la materia organizada se halla ligada a la propia arquitectura de la Tierra. Localizada en la Hidrosfera, y en la Atmósfera, es decir, en la zona del agua, del oxígeno y del ácido carbónico, hunde sus raíces en lo más hondo de las condiciones geoquímicas, nacidas de la propia evolución de nuestro planeta. En la constitución y en las leyes de los elementos celulares, vemos cómo las grandes leyes de los elementos celulares, vemos cómo las grandes leyes cósmicas de la gravedad, de la capilaridad, de las fuerzas moleculares, se matizan hasta adquirir modalidades particulares, en las que se señala en cierto modo la individualidad de la Tierra. Las fases originales de esta ligazón no las percibimos. Pero, a partir del momento en que la Geología nos revela las primeras huellas de la Biosfera, podemos seguir el extraordinario ensamblaje de las dos Materias, la bruta y la organizada—ésta infiltrándose continuamente en aquélla para modificar los ciclos químicos, o conquistar las capas físicas mediante una sinergia (puesto que todavía no nos atrevemos a decir simbiosis) continua. Desde la Bacteria más microscópica a la provincia faunística mayor, la Vida nos aparece constantemente trenzada, hasta lo más hondo de sí misma, con los micro o los macro-diastrofismos de la Tierra. Se dice a menudo que la Paleontología debería separarse de la Geología y confundirse con la Zoología. ¿No será más bien la Zoología la que, absorbida por la Geología, debería ser comprendida y tratada como una Bioestratigrafía o como una Biogeología? Esta concrescencia de la Vida y de la Materia ha sido señalada desde hace mucho tiempo, desde siempre, sin duda. Pero estamos todavía muy lejos de haber comprendido las consecuencias enormes de este hecho, tan simple y tan compacto y, sin embargo, tan misterioso como el movimiento de los astros o de la distribución de los Océanos.
Constituida en zona natural (y no como anexo parasitario) de nuestro planeta, la Vida global tiene una fisonomía de conjunto que no es fácil de dominar, y que, además, no sabríamos cómo apreciar, a falta de términos de comparación. En su distribución presente, sin embargo, podemos al menos distinguir algunos caracteres generales, en los que se expresan, sea un poder de expansión y de plasticidad sorprendente, sea una ascensión general hacia más conciencia y más libertad. La Vida llena todos los dominios de sus ramos, y termina generalmente estos ramos suyos por formas en las que el sistema nervioso adquiere un máximo de complicación y de concentración. Hay ya, en este trazo general de la Biosfera, considerada en la medida de lo posible fuera y en oposición con la Materia simple, un índice muy señalado de estructura. Se descubrirá ésta con mayor claridad para nosotros si tratamos de seguirla por espacios menos extensos.
Dejemos a un lado, para mayor simplicidad, el Universo infinitamente complejo, y tan ingenuamente simplificado por nosotros, de los seres unicelulares; y superando incluso la segregación primitiva de los Metazoarios en Plantas, Celentéreos, Insectos, etc. (otros tantos mundos entrelazados, cuyas auténticas "paralajes" todavía no hemos aprehendido), observemos lo que acontece en la repartición actual y pasada de los Vertebrados.
Inmediatamente nos sorprende un primer hecho: en este conexionarse (el departamento más fresco de la Vida, y aquél, por tanto, cuyo estudio debe servir de clave y de modelo para la comprensión de todos los demás grupos vivientes), las formas que catalogamos se disponen en capas sucesivas, cada una de las cuales ocupa por turno el conjunto de la Biosfera, antes de desaparecer más o menos completamente, sustituida por la capa siguiente. Algunas formas acorazadas pisciformes (impropiamente confundidas con los Peces), los Anfibios, los Teriomorfos, los Reptiles, los Mamíferos, y debe añadirse el Hombre (más importante que una clase, o incluso que una conexión en el equilibrio biológico), constituyen otras tantas expansiones, o mares de la Vida sobre la totalidad del Globo—expansiones distintas las unas de las otras, pero obedientes, a pesar de las discontinuidades sobre las que volveremos largamente, a una ley indiscutible de distribución. En nuestras perspectivas, por limitadas que se hallen por la brevedad del tiempo explorable, la Biosfera se renueva al menos seis veces sobre el dominio zoológico a que nos hemos limitado, lo cual supone, al menos, seis pulsaciones vitales de primer orden sobre el eje de la vida vertebrada.
Limitémonos al estudio aislado de una de estas pulsaciones. Advertiremos que se presta, a su vez, a una descomposición o distribución en partes absolutamente naturales, de las cuales las más inmediatamente aparentes son las que resultan de la armonización con un medio distinto (aire, agua, tierra, plantas, árboles, etc.), de tipo morfológico fundamental. Así se dibuja en cada engarce o clase, en respuesta a las provocaciones del medio, un sistema de líneas ("radiaciones" de los autores americanos), cuyo verticilo, especialmente reconocible en los Reptiles, los Mamíferos (y en formas llamadas "artificiales", en el hombre mismo), aparece ya en los grupos menos conocidos, o más pobres, de los Teriomorfos y de los Anfibios. En realidad, los verticilos de que aquí hablamos son muy complejos. Cada radio de su corona descubre, en el análisis, hallarse formado por un haz de rayos paralelos, conectado cada uno de ellos a subverticilos cada vez más elementales, producidos por la floración de los grupos de segundo, tercer orden, etc., en los que se descomponen los engarces o clases zoológicas.
De este modo, entre los Mamíferos, los cavadores pueden ser Marsupiales, Insectívoros o Roedores; los nadadores, Sirénidos, Cetáceos o Carnívoros; los solípedos, Équidos o No-ungulados (o Ungulados terciarios de América del Sur)... Pero dejemos a un lado, de momento, esta complicación, para dedicarnos al estudio de una radiación sola, lo más simple posible, en un solo Verticilo. Sigamos en el tiempo a una o a otra de estas descendencias. Comprobaremos que el tipo zoológico sobre el eje escogido varía regularmente y se especializa en un determinado sentido. Es el caso particular de las líneas filéticas (Caballos, Camellos, Elefantes, etc.), clases de curva a la que se ha venido reduciendo demasiado estrechamente el dibujo general de las transformaciones vitales.
Capas sucesivas en el seno de un mismo conjunto general, verticilos en las capas, radios filéticos en los verticilos... acabamos de pasar revista a los principales tipos de agrupación ofrecidos por las unidades vivientes complejas. Se trata ahora de entender bien esto: la ley de composición o de descomposición a la que hemos llegado, como las leyes que regulan la disposición de las redes en un cristal o la repartición de las hojas o de los ramos sobre un vegetal, en sólo una ley de recurrencia. La hemos estudiado en el caso de unidades mayores o medianas de la vida. Pero, en algunos casos favorables, es posible seguirla hasta mucho más abajo (y probablemente hasta mucho más arriba), hasta reconocer en ella una disposición "congénita" y estructural de la materia misma organizada. Cuanto mejor conocemos el grupo animal, más lo vemos resolverse en un número creciente de sucesivos abanicos, cada vez más pequeños.
La observación es especialmente interesante, y fácil de hacer en el interior del grupo humano. Porque la Humanidad está actualmente en plena vida, y porque da lugar, por sus matices delicados de razas y de culturas, a una infinidad de diferenciaciones fisio y psicológicas, bajo la pulsación fundamental, podemos llegar a contar un número infinito de armónicos reducidos. El hombre sin más se descompone en Hombres fósiles y en Homo sapiens: y éste en Blancos, Amarillos y Negros; y cada uno de estos grupos, a su vez, se parte en unidades étnicas de toda especie. Y hay que ir todavía más lejos. Hasta en la historia de cada familia, hasta en el desarrollo mismo de cada individuo, o incluso de cada idea en el individuo, es posible reconocer, en estado naciente, el mecanismo de dispersión, de plenitud y de relevo que regula la marcha de los mayores conjuntos vivientes que nuestra experiencia llega a dominar. El mismo trabajo de análisis sería evidentemente posible en todos los grupos zoológicos si, "cuerpos y almas", los conociéramos mejor.
Dejemos ahora las cosas consideradas en sí mismas, y volvamos al problema por lo que hace a las relaciones que ofrece con nuestro esfuerzo de investigación científica. Desde este punto de vista, todo cuanto acabamos de decir puede resumirse en la afirmación siguiente: Existe una ciencia enorme, la Sistemática, en la que avanzan desde hace más de un siglo un número progresivo de investigadores, con minuciosidad cada vez mayor en campos acrecentados constantemente. Esta ciencia, nacida para establecer una simple clasificación nominal o lógica de los seres, bajo la presión de los hechos, se ha convertido poco a poco en una anatomía auténtica, o histología de la capa viviente terrestre. No sólo ha nacido bajo esta forma nueva, manifestándose posible de este modo, sino que no cesa de fortificarse y extenderse. Bajo su labor de análisis, la Biosfera se descompone hasta perderse de vista en grande y en pequeño, hasta no formar sino una inmensa red natural de elementos que se tocan o se envuelven los unos a los otros. En esta red, una vez establecida, cada forma viviente nuevamente descubierta viene a tomar un puesto que termina la continuidad del conjunto. Pues bien, esto es un éxito formidable que parece extraño no reconozcamos en su causa. Todo se clasifica: por tanto, todo se mantiene. En verdad, no es el testimonio simple de algunos hechos aislados o fugaces, sino la vida entera de una disciplina floreciente (es decir, el control cotidiano de observaciones repetidas por millares) lo que nos lo garantiza: la masa gigantesca formada por la totalidad de los seres vivientes no constituye una asociación fortuita, o una yuxtaposición accidental; constituye un agrupamiento natural, es decir, un conjunto físicamente organizado.
Llegados a este punto de nuestra encuesta, no tenemos más que dar un paso para ver descubrirse en toda su amplitud la prueba fundamental, inagotable, del transformismo, que anunciábamos al iniciar esta sección. La Biosfera, acabamos de comprobar, se presenta como un todo construido en el que la estructura externa de los bloques anexionados se prolonga en una textura interna de los elementos menores. Una conclusión se impone: la de que se está formando progresivamente. Demos a las cosas y a las palabras el giro que nos apetezca: hasta ahora sólo se ha hallado una manera de explicar la estructura del Mundo viviente descubierto por la Sistemática: y es ver ne ella el resultado de un desarrollo, de una "evolución." La Vida en sus ramas mayores, así como en sus derivaciones más delicadas, lleva huellas evidentes de una germinación y de un crecimiento. Sobre este punto esencial ha de reconocerse el estado de espíritu a que ha llegado definitivamente la Ciencia moderna. Digámoslo, porque es verdad: antes se convencerá a un botánico o a un histólogo de que los vasos de un tallo y las fibras de un músculo han sido tejidos y soldados por un hábil falsario, que no a un naturalista, consciente de las realidades que maneja, de que existe una independencia genética entre los grupos vivientes.
Nota: Léanse detenidamente los últimos ataques asestados estos años, por científicos independientes, contra las formas antiguas del Transformismo, y se verá inmediatamente que estos aparentes adversarios (por muy pluralistas que se declaren) todos ellos admiten, como presupuesto indiscutible, el hecho de que hay una Evolución (es decir, una historia ligada) de la Vida.
La masa de materia organizada con que se envuelve la Tierra ha nacido y ha crecido.
Esta proposición, para conservar la certeza que le garantizamos, evidentemente debe ser mantenida en la generalidad que le hemos dado. La evolución zoológica (esto resulta de los propios términos de nuestra demostración) no se establece definitivamente más que en la medida en que es necesaria para explicar la arquitectura de la Vida. Cuando se intenta ceñir de más cerca el problema, comienzan las vacilaciones. Exactamente, ¿cuáles son las modalidades de nacimiento y de crecimiento que han presidido el establecimiento del equilibrio actual del mundo viviente? ¿Cuántos compuestos biológicos independientes existen? Es decir, ¿cuántos phyla primordiales? ¿Cuáles son los factores internos o externos bajo cuya acción se han diferenciado y adaptado las formas? En una palabra, ¿cuáles son las expresiones particulares de la función física que, estamos seguros, liga orgánicamente los seres entre sí? Todos estos problemas permanecen todavía sin respuesta definitiva. Pero, al mismo tiempo, hay que recordarlo sin cesar, son accesorios al problema base. Se podría demoler todo cuanto hay de específico en las explicaciones darwinistas o lamarckianas de la Vida (precisamente esto, lo "específico", es lo que atacan los adversarios del Transformismo), y aun así la existencia evolucionista fundamental permanecería inscrita, más que nunca, en lo más profundo de nuestra experiencia de la Vida. No parece que sea posible justificar nuestra visión fenoménica del Universo viviente, sin apelar a la existencia de un desarrollo biológico captable: he aquí la posición de hecho, en verdad sólida, que jamás deben abandonar los defensores de la Evolución, cuando se dejan arrastrar a discusiones secundarias acerca de los "cómo" científicos, y de los "por qué" metafísicos.
Notémoslo. Tomada en este sentido, y con esta generalidad (es decir, como testimonio universal y continuo de la Sistemática) la evolución de la materia organizada se impone independientemente de toda percepción directa de cualquier transformación vital actual. Con muchos observadores, estoy persuadido por mi parte de que sigue produciéndose la modificación de las formas zoológicas (lo mismo que el plegamiento o la dehiscencia de la corteza terrestre), y que sólo dejamos de apreciarla por su lentitud. Estoy convencido, por ejemplo, que por todas partes en torno a nosotros se están formando actualmente razas, que preparan el advenimiento de nuevas especies. Pero si se probase científicamente lo contrario, es decir, la inmovilidad de la Biosfera actual (—Nota—), seguiría siendo necesaria con todo la existencia del movimiento pasado para explicar el estado presente.
(Nota). Es curioso que todavía no se haya señalado esto: la famosa objeción contra el Evolucionismo zoológico sacada del hecho de que los intentos realizados para obtener artificialmente variaciones estables de formas, generalmente no triunfan; esta objeción, digo, nada prueba, porque prueba demasiado. En efecto, tendería a hacer admitir que los cientos de miles de especies fijas, reconocidas por la Sistemática, representan otras tantas "creaciones" independientes. Ahora bien: no hay en el día fijista que se atreva a llegar tan lejos.
Aun cuando los bancos calcáreos de los Alpes estuvieran definitivamente fijados hoy ya, no es por esto menos cierto que en su día se plegaron. Por esto, no es posible dejar de sonreír cuando se ve a ciertos investigadores que hacen depender su anuencia a las perspectivas evolutivas de los resultados de una encuesta sobre la variabilidad de un musgo o de una espinaca. Estos investigadores, al menos, tienen para sí la noble excusa de hallarse absorbidos e inmersos en la fecunda minucia de sus investigaciones. pero no sé qué puede decirse de los filósofos que pretenden elevar sobre alfileres un edificio antagónico de aquel otro que se eleva gradualmente, no sólo como hemos visto, sobre los resultados generales de toda una ciencia, sino, como vamos a ver, sobre el fundamento inmenso de todo nuestro conocimiento sensible...
B) EL TRANSFORMISMO, CASO PARTICULAR DE LA HISTORIA UNIVERSAL
Acabamos de rechazar breve, pero suficientemente, la objeción antievolucionista, basada sobre la fijeza aparente de las formas vivientes actuales. Otra objeción, sacada de "la ausencia de formas intermediarias", debe retenernos por más tiempo, porque su examen nos va a llevar a comprender mejor la ligazón estrecha existente entre la concepción de la Vida y la estructura, no ya sólo del Mundo organizado, sino del mundo en sí.
No puede negarse la discontinuidad de los árboles genealógicos alzados por la Sistemática; y ya hemos tenido ocasión, varias veces, en nuestros trabajos, de analizarla en detalle. Incluso nuestros phyla más logrados (el de los Caballos, de los Rinocerontes, de los Elefantes, de los Camellos, por ejemplo), considerados de cerca, se muestran como formados no de una fibra única, sino compuestos por pequeños segmentos imbricados, que pertenecen a un número muy grande de líneas que se enlazan entre sí. El fenómeno se acentúa en el origen de los phyla. En las páginas que preceden nos hemos extendido mucho sobre los agrupamientos naturales en capas, verticilos, radios, que distingue en la masa de los vivientes una biología entendida como simple ciencia "de posición." Lo que entonces omitimos (por simplificar nuestra exposición) fue decir que estas diversas unidades realmente no forman cuerpo, en el estado actual de nuestros conocimientos, más que si se prolongan indebidamente la una con la otra. Más alimentados en su extremidad, sobre todo si estas extremidades pertenecen en sí mismas a la extremidad de una rama nuevamente aparecida, los ramos zoológicos se deshojan, y luego se desvanecen rápidamente ante nosotros, en cuanto intentamos bajar por ellos hasta el punto en que se unen al tronco común. Resulta que las partes realmente conocidas del mundo animal y vegetal se nos presentan, en conjunto y en detalle, como ramos de hojas suspendidas al aire en ciertas ramas invisibles; o bien, para servirnos de otra comparación, como esos frutos de coníferas cuyas escamas se tocan, ocultando sus profundas conexiones.
Los fijistas tienen muy en cuenta esta discontinuidad de los phyla, y por costumbre suelen ver en ella una condena a muerte para el Transformismo. Por su parte, hay aquí una ilusión. No sólo la desaparición de los pedúnculos zoológicos deja subsistir una estructura cierta de conjunto, que exige una explicación a la que el fijismo jamás intentó dar una razón suficiente, sino que, entendido correctamente, aparece como uno de los signos más confirmantes de la exactitud de los puntos de vista evolucionistas. El carácter lagunar de la línea filética, tan desconcertante a primera vista para los transformistas, si bien se mira, es el índice certísimo de un auténtico movimiento de crecimiento de la vida.
Se pide a los zoólogos que muestren el primer origen de los Caballos, o de los Anfibios, o de los Reptiles. Pero ¿es que se ha pedido nunca a los arqueólogos que nos traigan a la mano los orígenes de los Semitas, de los Griegos, de los Egipcios?... ¿O a los lingüistas se les han exigido los del sánscrito, del hebreo o del latín?... ¿O a los filósofos los de las corrientes principales de pensamiento, de moral o de religión? ¿O a los juristas la de los principios organizadores de la familia o de la propiedad?... Bastaría con hacer estas preguntas para que nos quedásemos atónitos al comprobar nuestra ignorancia acerca del principio de las cosas, cuyo carácter evolutivo, sin embargo, nadie pone en duda, pero cuya filiación no queda establecida de hecho por ningún documento preciso. Un lingüista ilustre me hacía observar últimamente que no sabemos cómo se han gestado las lenguas romances, de tal manera que, estrictamente hablando, no podemos demostrar con documentos escritos que el francés proceda del latín. Tras un período oscuro, nuestra lengua, un día, aparece ya formada en sus líneas esenciales, absolutamente igual que los primeros Mamíferos o los primeros Caballos. Cuando se piensa en esto, la razón de estas lagunas, tan justamente situadas en los puntos más interesantes, nos resulta sencillísima. Bajo la erosión del tiempo, desaparecen las partes débiles del pasado, y las cosas tienden automáticamente a reducirse a sus proporciones más resistentes o a las más amplias. Ahora bien: precisamente en el curso de un desarrollo cualquiera, las fases de más corta duración de men or consistencia, de extensión más débil, son las que acompañan a la aparición primera y a los primeros progresos: porque las crisis de nacimiento y de crecimiento duran poco, y no dejan generalmente ninguna huella de sí mismas, sino en su impronta sobre el futuro. Lo que tiene más probabilidades de subsistir, por el contrario (lo único que subsiste, de hecho) son los maxima cuantitativos correspondientes a las situaciones establecidas y a las plenitudes fijas. He aquí por qué la historia, en todos sus campos, jamás nos presenta (al menos en sus partes antiguas, y más cuanto más antiguas son) más que una sucesión de civilizaciones constituidas por estados durables—en resumen, cosas del todo hechas, que se expulsan las unas a las otras, como las sucesivas imágenes de una película en el cine. En los restos de nuestra capa humana actual, si un cataclismo viniera a sepultarla sin roer los organismos de acero, ¿qué descubrirían los paleontólogos llegados de otro astro, sino bicicletas, automóviles, aviones de un tipo casi fijo y terminado? Las primeras bicicletas, los viejos "cacharros" del comienzo, poco numerosos y pronto sustituidos, serían inencontrables. Y nos reímos pensando en el error en que podrían caer estos científicos buscadores, al imaginar que nuestros mecanismos se inventaron de pronto, ya perfeccionados. ¿No es ésta la misma trampa en que están cayendo en todo instante los fijistas?
En fin, es preciso recordarlo. Todos los campos, a consecuencia de un efecto mecánicamente ligado al funcionamiento del tiempo, a medida que los objetos se alejan, tendemos a no poder captar más que lo adulto en ellos. Por tanto, cuando se pretende que el zoólogo, como prueba del Transformismo, muestre los orígenes del phylum que ha llegado a construir, no sólo se exige de él injustamente lo que no se pide a nadie de los que exploran las zonas humanas más próximas a nosotros, sino, además, se le pide un imposible, lo cual es testimonio de una completa ignorancia, tanto de la antigüedad y amplitud de la evolución biológica, como de las condiciones en las que trabaja toda la historia.
En realida, todo cuanto debe concluirse, en Zoología, de la ausencia de formas intermedias, es que la Biosfera, reaccionando exactamente del mismo modo a los procedimientos de nuestro análisis histórico que cualquiera de las cosas más seguramente evolutivas que conocemos, es en sí misma de naturaleza evolutiva. Como anunciábamos, la objeción se nos ha vuelto en prueba cierta. Ha bastado con generalizarla para descubrir esta verdad muy simple: el evolucionismo científico no es simplemente una hipótesis para uso de zoólogos, sino una llave que todo el mundo emplea para penetrar en cualquier compartimento del Pasado—la clave de lo Real universal—. Es una gran astucia o un grave error, el hacer que únicamente los biólogos carguen con el peso y la responsabilidad de los puntos de vista transformista, como si ellos fueran los únicos encargados de defenderlo. La verdad es que la Historia Natural no hace sino encontrar en su terreno las mismas leyes de desarrollo y las mismas lagunas que los demás estudios del pasado. Perturbar el Transformismo en su esencia sería atentar a la totalidad de nuestra Ciencia de lo Real pasado: sería enfrentarse con toda la Ciencia histórica. ¿Pensaron nunca en esto quienes se imaginan que la Evolución se viene abajo porque se ha hallado una discontinuidad mayor de lo que parece entre las cinturas de vertebrados? Tomando por su guía al Transformismo, los zoólogos no pretenden en modo alguno (volveremos sobre ello) explicar el fondo de las cosas. Pero sostienen que un animal cualquiera, lo mismo que César o Sesostris, no puede aparecer en el campo de nuestra experiencia más que siguiendo una línea de acontecimientos, en circunstancias determinables. Y nadie puede poner en tela de juicio la legitimidad de este postulado sin contradecir, como veremos, las leyes más profundas y las más universales de nuestra sensibilidad.
C) DESCUBRIMIENTO DEL TIEMPO ORGÁNICO, O EL FONDO DEL TRANSFORMISMO
Hemos llegado, de etapa en etapa, al fondo mismo del problema transformista. Haber soldado el Transformismo a la Historia en general (es decir, de hecho, a todo el campo de las ciencias positivas), no es sólo el haber hecho inconmovible el edificio, es haber reconocido implícitamente un hecho y planteado un problema de importancia fundamental.
Nuestra Ciencia de lo Real experimental, hoy (trátese de organismos vivientes, de ideas, de instituciones, de religiones, de lenguas o de elementos constitutivos de la Materia) tiende a adoptar invenciblemente, en sus encuestas y en sus construcciones, el método histórico, es decir, el punto de vista de la evolución, del devenir. La Historia invade poco a poco todas las disciplinas, desde la Metafísica hasta la Físico-química, hasta el punto de que se tiende a constituir (ya hemos explicado esto en otro lugar) una especie de Ciencia única de lo Real, que podría denominarse "Historia Natural del Mundo." ¿En virtud de qué misteriosa necesidad se origina esta invasión, se produce esta deriva?
La respuesta es ésta: estamos descubriendo el Tiempo.
El Tiempo. Desde siempre, es claro, la experiencia humana ha tenido conciencia de hallarse inmersa en sus capas inmensas. Pero hay una distancia inmensa entre esta primera percepción simplista de la duración y la comprensión más honda hacia la que nos lleva poco a poco el análisis progresivo del Universo.
Hasta una época recentísima (en realidad hasta el siglo último), el Tiempo, para el conjunto de los hombres, ha sido una especie de receptáculo inmenso en el que flotaban las cosas yuxtapuestas entre sí. En este medio indiferente y homogéneo, cada ser era concebido como pudiendo surgir en cualquier momento y lugar. En medio de este océano, cada naturaleza aparecía tan limitada en sus contornos, su origen y su historia, como un objeto suspendido en el seno de las aguas. A voluntad, parecía, se podía situar, desplazar o sacar. Sin duda, para el Aristotelismo, el Tiempo no era cosa realmente distinta del movimiento de las cosas. Pero esta concepción en verdad profunda de la duración se aliaba, en el fondo, con una inmovilidad esencial. En realidad, en el movimiento, el desplazamiento local era en cierto modo de "analogum princeps", y si se tenían en cuenta otros cambios para fundamentar o mediar la duración, no parece que penetraron más hondo que las cualidades sensibles, el juego de las pasiones, o la impresión de las especies intelectuales. Las distintas "naturalezas" se tomaban como elementos primordiales, y ya dados, del Mundo. Sus "cambios sustanciales" posibles se fijaban de antemano, y eran instantáneos. Para la antigua escolástica cabe preguntarse si el tiempo nunca bañó más que el campo de los accidentes, es decir, la zona superficial de los seres.
Por el contrario, desde hace un siglo, bajo la excitación de las ciencias de la Vida, y más generalmente de la Ciencia sin más, el pensamiento filosófico se ha vuelto sobre perspectivas generalizadas. Para nosotros, la duración impregna ahora, hasta sus últimas fibras, la esencia de los seres.
(Nota: Acaso pueda decirse en este sentido que el hilemorfismo aristotélico representa la proyección, sobre un Mundo sin duración, del Evolucionismo moderno. Llevada a un Universo en el que la Duración significa una dimensión más, la teoría de la materia y de la forma se hace casi indiscernible con respecto a nuestras especulaciones actuales sobre el desarrollo de la Naturaleza).
Penetra hasta la materia misma; no es que por ello las cosas se conviertan (como se ha pretendido, a veces) en inconsistentes y móviles, sino en el sentido de que aparecen hoy como interminables, indefinidas, en la preparación, la maduración y la consumación de su naturaleza, por inmutable que ésta se suponga. Consideradas en otro tiempo como "puntiformes", las "naturalezas" se estiran hoy ante nuestros ojos indefinidamente sobre toda la longitud del campo experimental. Se hacen en cierto modo "filiformes". En ciertos momentos, sin duda, los seres nacen más explícitamente; es decir, entran claramente en el campo de su conciencia interna y de nuestra experiencia común. pero este nacimiento, por el que les hacemos comenzar convencionalmente, en realidad va precedido por una gestación sin origen asignable. Por algo de sí mismo (¿no es esto lo que San Agustín llamaba "ratio seminalis"? todo se prolonga en alguna otra realidad preliminar, y por alguna otra cosa, todo se halla ligado, en su preparación y en sus desarrollos individuales (es decir, en su propia duración cósmica) a una evolución de conjunto en la que se registra la duración cósmica. Parcialmente, infinitesimalmente, sin perder nada de su valor individual, cada elemento es coextensivo a la historia, a la realidad del Todo.
Evidentemente, esta condición fundamental de los seres—el no poder ser percibidos más que solidariamente con la totalidad del pasado—puede expresarse en términos metafísicos. Pero (y esto importa señalar aquí) expresa primero una ley de nuestra experiencia sensible. Filósofos como Bergson no han hecho sino traducir a un sistema general una condición hallada en todas las vías que intentamos abrir en lo Real tangible. En torno a nosotros, surgen una infinidad de cosas, crecen, atraviesan los umbrales ontológicos que les hacen acceder a zonas superiores del ser. Ninguna de ellas se inicia totalmente. Todas nacen de lo que ya había antes de ellas. Pascal se extasiaba ante dos abismos espaciales, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, por entre los cuales avanzamos. El descubrimiento más extraordinari de nuestro tiempo, sin duda, es el haber tenido conciencia de un tercer abismo, generador de los otros dos, el del Pasado. Ahora ya, para todo pensar humano que despierte en el Mundo, cada cosa se ha convertido, por estructura, en una especie de pozo sin fondo, en donde se hunde nuestra mirada hasta lo infinito de los tiempos transcurridos.
Hoy lo vemos, y sin duda para siempre. Lo mismo que "ser en el espacio" expresa esta ley primordial del Mundo que quiere que junto a cada cosa haya otra que la sostenga y la prolongue—análogamente "ser en el tiempo" significa para cada realidad que antes que ella ha existido otra para introducirla, y así indefinidamente. Un principio total (es decir, la realidad experimental de un ser, por pequeño que sea, que tuviera una faz abierta a la nada temporal) arruinaría tan seguramente el edificio entero de nuestro Universo sensible, es decir, contradiría de tal modo su íntima estructura, como la realidad de un límite cósmico a lo largo de la cual los objetos presentasen una faz abierta sobre la neada espacial. Incluso la vida orgánica terrestre, es fácil de probar, nos aparecerá cada vez más emergiendo de alguna "pre-vida". He aquí, de acuerdo con todas las demás ciencias, lo que expresa en el campo de las formas vivientes el Transformismo, y he aquí, por consiguiente, lo que hace falta conmover para derrocarlo.
Si se quiere evitar toda inútil controversia, téngase esto bien presente. La percepción del Tiempo-orgánico de que aquí hablamos (a saber, la del Tiempo cuyo total desarrollo corresponde a la elaboración gradual, progresiva, irreversible de un conjunto de elementos orgánicamente ligados), esta nueva percepción, decimos, no trae por sí misma una explicación de las cosas, sino sólo una visión más justa de su integridad cuantitativa. De que, por ejemplo, los seres vivientes, en vez de hallarse circunscritos al interior de algunos años de existencia, se nos aparezcan ahora como fruto de una gestación que les hace ser literalmente hijos de la Tierra y del Universo, resulta que apreciemos más exactamente sus verdaderas dimensiones y la inmensidad del problema que plantea la existencia material del menor de entre ellos.
Pero de aquí no se sigue en manera alguna que quede resuelto el problema de su forma exterior, y menos todavía de su razón de ser. Nos hallamos con que hemos adquirido una idea mejor de su complejidad, de su extensión y de lo vano de toda solución física o filosófica que intente dar cuenta de los elementos considerados fuera del Todo. Nada menos, pero tampoco nada más. Un progreso inmenso en la conciencia de lo Real y en la triangulación del Mundo, un gusto más señalado y más justificado por las visiones y las construcciones unitarias: pero directamente, ningún nuevo acceso a las zonas ocultas de las sustancias y de las causas—he aquí lo que representa la eclosión del sentido histórico en el interior del pensamiento humano.
No sólo podrá decirse que el evolucionismo científico nada explica, sino que nos recuerda, nos hace tangible esta verdad eleemntal, a saber, que hasta donde prolonguemos nuestra experiencia de lo sensible, sólo podemos permanecer en lo sensible. Si en algún lugar, en el Tiempo o en el Espacio, nos encontramos con un objeto sin nada al lado, o con un acontecimiento sin antecedentes, hallaríamos una fisura para prolongar nuestra mirada allende las apariencias. Ahora bien: no hay nada que parezca poder horadar el velo de los fenómenos. Cuando se empieza a hablar de un Universo en donde las series espaciales y temporales irradian sin límite en torno a cada elemento, muchas mentes se obnubilan, y se empieza a hablar de Materia eterna. La ausencia de todo principio experimental, esencialmente postulada por el transformismo y por toda la Historia, tiene un significado más humilde y muy diferente. En modo alguno implica la existencia de un Universo revestido de atributos divinos.
(Nota: Semejante Universo, en efecto, nada tiene de la plenitud de ser, ni de la eternidad que la filosofía cristiana reconoce a Dios. Su necesidad es consecuente a la libre elección del Creador, y su carácter "interminable" no tiene nada de una infinidad. Porque nuestra mente no perciba el primer término de los encadenamientos fenoménicos, no puede decirse que no exista un comienzo ontológico de la duración).
Todo lo que expresa es que el mundo está construido de modo que nuestra sensibilidad se halla absolutamente prisionera en su inmensidad. Cuanto más se lanza a él, más retrotrae sus orillas. Lejos de tender a descubrir un Dios nuevo, la Ciencia sólo nos revela que la Materia es el escaño de la Divinidad. Al Absoluto no se aproxima uno por un viaje sino por un éxtasis. Tal es la última lección intelectual del Transformismo y su primera enseñanza moral y religiosa.
D) LAS CONSECUENCIAS MORALES DEL TRANSFORMISMO
En apariencia, las discusiones que se alzan en torno al Transformismo son de orden científico. En el fondo, la pasión que las anima tiene un origen más profundo: es de orden moral y religioso. Los adversarios del Evolucionismo biológico no multiplicarían con tanto ingenio sus objeciones, o no las abultarían tanto si, frente a los nuevos puntos de vista, no dieran muestras de una desconfianza fundamental que les persuade de que mientras atacan las ideas transformistas están salvando la virtud y la religión.
A estos prejuicios podría no prestárseles atención, sin más. Si, en verdad, el Transformismo no hace sino traducir, en el caso de la vida animal y vegetal, una estructura común a toda realidad material, o correlativamente, una forma universal de nuestra sensibilidad, no hay, al parecer, sino aceptarla como una ley del ser, sin mirar si nos agrada o nos molesta. Psicológicamente torpe, este gesto brusco sería racionalmente demasiado expedito. Formuladas, a veces, de un modo demasiado sentimental, las antipatías fijistas tienen su origen en esta idea justa, a saber: que una verdad nueva no puede ser incorporada definitivamente al pensar humano más que si resulta capaz de alimentar y de vivificar las partes ya sólidamente organizadas. Hay que reconocerlo. Si el mundo es viable (como suponemos todos implícitamente) los puntos de vista evolucionistas sólo pueden inspirar confianza a condición de no contradecir ninguno de los elementos reconocidos como necesarios para el mantenimiento y la conservación de la actividad humana.
Ahora bien—se oye repetir sin tregua—: el evolucionismo compromete directamente esta actividad. La marchita en su raíz al destruir la fe en el alma y en la Divinidad. Y la envenena en su ejercicio haciendo que domine sobre la bondad y el desinterés una doctrina de egoísmos y de brutalidad.
Muy insuficiente sería una defensa del Transformismo que no tuviese en cuenta estas dificultades para-científicas. Para darles respuesta, vamos a hacer ver que si las concepciones transformistas pudieron ser utilizadas, en efecto, al servicio de tendencias materialistas e inhumanas, semejante perversión no es ni necesaria ni tampoco legítima. Por el contrario, bien entendido, el Transformismo es una posible escuela de espiritualidad y de moralidad auténticas.
1) El Transformismo, posible escuela de una espiritualidad mejor
El Transformismo, en primer lugar, no implica lógicamente ni materialismo ni tampoco ateísmo. ¿Qué trae de nuevo a nuestras perspectivas? Nada, hemos visto, sino una inmensa ligazón en el devenir. En el interior del Mundo sensible, nos enseña, lo más consciente sucede regularmente a lo menos consciente. Históricamente, y científicamente, "lo más" supone "lo menos." Así, el Espíritu y la Materia, considerados comúnmente como dos Universos antagónicos asociados incomprensiblemente, sólo son dos polos reunidos por un flujo, a lo largo del cual, por ontológicamente distintos que se supongan los unos de los otros, los elementos se hallan sometidos a no poder aparecer más que en una zona; es decir, en determinado orden. Estrictamente hablando, esta ley de distribución sólo regula las apariencias. Pero, como siempre, nuestro pensamiento no se priva de dar un paso más de los que la Ciencia le exige. Allí donde los hechos no le muestran sino sucesión en los nacimientos, percibirá generalmente una ligazón en el ser, es decir, admitirá que algo sustancial se depura y realmente pasa del polo material al polo espiritual del mundo. Tomemos la teoría en esta forma extrema, que es fácil de expresar en términos admisibles para la más ortodoxa filosofía. ¿Quién no ve que más favorece al espiritualismo que al materialismo? Aun a riesgo de hacer el Mundo impensable y además inviable, ¿se puede situar el primado del ser en lo plural y lo inconsciente? Entonces todo, reunido por lo bajo, se convierte en Materia. ¿No se comprende, por el contrario, que sólo la Unión, la síntesis, confieren al Universo su beatitud y su consistencia? para buscar el ser, ¿se escogerá el situar en dirección a este polo superior el sentido absoluto de todo crecimiento? Entonces, en virtud de la ligazón establecida entre las cosas por la Evolución, todo es llevado hacia lo alto; todo se hace, si no Espíritu, al menos preparación suya lejana, "materia" de espíritu.
Ahora bien: no se crea qu al hacer esto se cae—por un exceso contrario—desde un panteísmo materialista en un monismo espiritualista, del que queda excluida la acción trascendente de una Causa primera. Lo que da a muchos la impresión de que en un Universo de estructura evolutiva se borra el Dios Cristiano es que en sí mismos no han renovado lo bastante la idea de creación. Continúan soñando, para las epifanías divinas, no sé qué intrusiones localizadas tangibles, semejantes a las que acompañan los juegos de las causas materiales y segundas. Ahora bien: estas desgarraduras de nuestro Universo sensible por una actividad de orden superior, para hablar en lenguaje de la Escuela, no sólo serían "contra leges naturae, in essendo et in percipiendo" (puesto que en nuestras perspectivas se traducirían por la aparición de realidades carentes de antecedentes, lo cual, hemos visto, es una "monstruosidad experimental"), sino que nada añadirían a las prerrogativas de la operación creadora.
(Nota: Si bien se entiende, el mismo milagro no es tanto una rotura de fenómenos como una extensión armoniosa (por super-creación o super-animación) de los poderes del ser creado.)
Ser creado para el Universo es hallarse en esa relación "trascendental" respecto a Dios que le hace a uno secundario, participado, suspendido de lo Divino, por la propia médula del ser. Tenemos la costumbre (a pesar de nuestras afirmaciones reiteradas de que la Creación no es un acto en el tiempo) de relacionar esta condición de ser "participado" con la existencia de un cero experimental en la duración, es decir, con un principio temporal señalable. Pero esta presunta exigencia de la ortodoxia sólo se explica por una contaminación ilegítima del plano fenoménico por el plano metafísico. Reflexionemos un instante y veremos que , por ejercerse en el seno del Mundo, lo propio de la acción divina es justamente el no poder ser aprehendida ni aquí ni allí (salvo, hasta cierto punto, en las relaciones místicas de espíritu a Espíritu), sino hallarse repartida por doquier en el complejo sostenido, finalizado, y en cierto modo super-animado de las actividades segundas. Que nuestro Espacio y nuestra Duración tengan o no un límite experimental, esto nada tiene que ver con la superioridad de una operación a la que pertenece precisamente el tener como punto de aplicación de su fuerza la totalidad global del Mundo pasado, presente y futuro.
En manera alguna inconciliable con la idea de creación, cuando nos propone las apariencias de un Universo sensible ilimitado, ...
(Nota: Dado que, repetimos, desde un punto de vista fenoménico, el principio temporal del Mundo es inasible, de aquí no se sigue en manera alguna que carezca de objetividad la idea de un comienzo ontológico del Universo).
... el Transformismo no es tampoco materialista ni ateo al ofrecernos la imagen de un Mundo en el que el pensamiento humano haya aparecido a su hora, en conexión organo-física con las formas inferiores de la Vida. A muchas gentes les parece que la superioridad del espíritu no se salvará si su primera manifestación no viniera acompañada de alguna interrupción aportada a la macha ordinaria del Mundo. Justamente porque es espíritu, debería decirse, más bien, su aparición debió tomar la forma de un coronamiento o de una eclosión. Pero dejemos a un lado toda consideración sistemática. ¿Es que cada día no se "crea" una masa de almas humanas en el curso de una embriogénesis a lo largo de la cual no hay observación científica posible que sea capaz de captar la menor ruptura en el encadenamiento de los fenómenos biológicos? Tenemos aquí, a la vista, cotidianamente, el ejemplo de una creación absolutamente imperceptible, inasible, para la pura ciencia. ¿Por qué levantar tantas dificultades cuando se trata del primer hombre? Evidentemente, nos es mucho más difícil representarnos la aparición de la "reflexión" a lo largo de un phylum formado por individuos diferentes, que a lo largo de un phylum formado por individuos diferentes, que a lo largo de una serie de estados atravesados por el mismo embrión. Pero, desde el punto de vista de la acción creadora, considerada en sus relaciones con los fenómenos, el caso de la ontogénesis es el mismo que el de la filogénesis. Por qué no admitir, por ejemplo, que la acción absolutamente libre y especial por la que el Creador ha querido coronase la Humanidad su obra, ha influido, pre-organizado, tan bien la marcha del Mundo antes del Hombre, que éste nos aparece ahora (consecuentemente por decisión del Creador) como el fruto naturalmente esperado por los desarrollos de la vida. "Omnia propter Hominem." Que se traduzca esta intención en operaciones preparatorias y tendremos exactamente la apariencia de una Evolución que implica, desde sus orígenes, la aparición del Pensar de la Tierra. Una vez más, guardémonos muy mucho de confundir los planes. En nuestro Universo, las discontinuidades de las naturalezas, los estadios evolutivos (tan numerosos y tan importantes, exigidos por la filosofía), no implican ninguna detención necesaria en el desarrollo de los fenómenos.
(Nota: Así, hablando filosóficamente, la extensión al Hombre del Transformismo (tomado en el sentido general, el único aquí admitido, de engarce histórico con los desarrollos generales de la Vida); esta extensión, digo, solicitada por todo el conjunto de nuestros conocimientos biológicos, no puede suponer dificultad alguna para un pensador cristiano.)
Si existe diferencia entre el Transformismo y el Fijismo en cuanto al modo de comprender el alma humana, es que, para el primero, este alma no sólo ha sido evolucionada especial, sino únicamente. El Creador no la ha lanzado un buen día, en un mundo artificialmente preparado para recibirla. La ha hecho nacer una primera vez, y continúa haciéndola nacer cada día, por una acción maravillosamente fundida desde siempre a la marcha del Universo. Esta visión es, sin duda, más propia que ninguna para dar a nuestras modernas mentes una idea especulativa superior del valor del espíritu. Tieen otra ventaja que nos falta analizar aquí:la de introducir, en el curso mismo de nuestra vida práctica, un peso inmenso de ideal y de responsabilidad.
2) El Transformismo, posible escuela de auténtica moralidad
No hay sofisma más nefasto, en las discusiones de ideas, que el consistente en hacer recaer sobre el conjunto de una teoría las debilidades que ésta ofrece en una o en otra de sus modalidades particulares. ¿Cuánto no se ha dicho de injusto sobre el Transformismo por haberlo identificado con sus formas mecanicistas o materialistas, y más especialmente con el darwinismo? Estos últimos años (a consecuencia de una curiosa repercusión de la guerra) se han señalado por el recrudecimiento de la cruzada que se lleva contra los efectos corruptores de un Evolucionismo entendido como sinónimo de Lucha por la vida. El Transformismo, se ha dicho (y no sólo por Tennessee) es una escuela de inmoralidad, porque en nombre de la selección natural, legitima y enseña después la lucha egoísta, la prioridad de la fuerza sobre el derecho. En este estudio ni siquiera intentamos saber si las ideas del gran científico que fue Darwin se expresan correctamente en las consideraciones simplistas que acabamos de mencionar. Pero, tomando como punto de partida y de apoyo para nuestra discusión este modo vulgar y vulgarizado de comprender las consecuencias morales del Transformismo, queremos hacer observar que basta con orientar de otra manera, y más correctamente, la vela de nuestra barca, para que el soplo evolucionista, considerado tan perturbador, se convierta en un Magnífico propulsor nuestro hacia el más elevado ideal.
Siempre nos es necesario partir de nuevo desde la misma base sólida: lo esencial del Transformismo no es la introducción de tal o cual mecanismo particular en la explicación de los desarrollos vitales, es únicamente la visión de un Universo organizado, en donde las partes se hallan físicamente ligadas entre sí en su aparición y en cuanto a su destino.
Una vez sentado esto, ¿cuál puede ser, a nuestro entender, la única reacción legítima frente a los puntos de vista evolucionistas, en un hombre profundamente convencido de la verdad que encierran?
Ante todo, semejante hombre ve exaltarse frente a él, casi hasta el infinito, la magnitud de sus responsabilidades. Él, que hasta entonces podía creerse en la Naturaleza como un ser de paso, local, accidental, libre de malgastar, a su costa individual, la chispa de vida que le cupo en suerte, descubre de pronto, en el fondo de sí mismo, la carga temible de conservar, de acrecentar, de transmitir la fortuna de un Mundo. Su vida, en un sentido verdadero, ha dejado de ser cosa particular suya. En cuerpo y en alma, emerge de un formidable trabajo creador al que colabora desde siempre la totalidad de las cosas; y si se libra de la tarea asignada, algo de este esfuerzo se perderá para siempre, y faltará ya para todo futuro. ¡Ay! sagrada emoción del átomo que descubre en el fondo de sí mismo el rostro del Universo... Si supiéramos escucharlo, qué prodigioso murmullo el de los infinitos lamentos que han preparado nuestro nacer, mezclados a las llamadas sin fin que hasta nosotros tendía el futuro. En una parte ínfima, pero real, el éxito de la inmensa empresa, del inmenso alumbramiento universal, está en las manos del menor de entre nosotros. He aquí las palabras sagradas que todo hombre puede intentar decirse, pero que el evolucionista más que ningún otro tiene, en realidad, derecho a pronunciar. Porque, en sus perspectivas, toda relación jurídica o nominal entre elementos del Mundo ha dejado lugar a conexiones orgánicas y naturales, el precio y la gravedad de la Vida han adquirido para él un valor nuevo. Sus ojos se han hecho más sensibles a la grandeza del Universo; y al mismo tiempo, su corazón se ha abierto sin esfuerzo al soplo de la Caridad.
Continuará.... Si los cenutrios unicejos de Google no me lo vuelven a borrar de un plumazo, como hicieron la última vez que intenté transcribirlo.
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